Juan Madrid, periodista y escritor malagueño nacido en 1947, abarca con su abundante obra casi todos los géneros: cuentos, novelas, artículos, guiones... No he sabido de nadie que hable mal de lo que escribe.
Juan Madrid ha intentado ser honesto a la hora de ambientar esta historia. Sólo lo consigue en parte. Porque si bien cae en el tópico del banquero malo-malísimo que inevitablemente trae a la mente del lector el decorado de los malos-malísimos, ya saben: ese que maneja los hilos desde la altura de un rascacielos, acomodado en un despacho con paredes forradas de madera, butacas y sofás de piel, alfombra de piel de tigre y tal vez algún decapitado trofeo de caza colgado de la pared... Si bien se deja llevar por el estereotipo, todo ello se narra dentro de un paisaje real, sin héroes casi inmortales capaces de meter una bala entre las cejas del enemigo mientras saltan de un coche en marcha.
Juan Madrid ha intentado ser honesto a la hora de ambientar esta historia. Sólo lo consigue en parte. Porque si bien cae en el tópico del banquero malo-malísimo que inevitablemente trae a la mente del lector el decorado de los malos-malísimos, ya saben: ese que maneja los hilos desde la altura de un rascacielos, acomodado en un despacho con paredes forradas de madera, butacas y sofás de piel, alfombra de piel de tigre y tal vez algún decapitado trofeo de caza colgado de la pared... Si bien se deja llevar por el estereotipo, todo ello se narra dentro de un paisaje real, sin héroes casi inmortales capaces de meter una bala entre las cejas del enemigo mientras saltan de un coche en marcha.
La
historia se lee muy a gusto, es corta, es distraída e incluso bastante dinámica
en el devenir de los hechos. Aunque contiene detalles progres son de temprana progresía, de aquélla llena de esperanza
que se imponía en la Transición y que vista hoy, con la distancia del tiempo, el conocimiento que dan los años y el desengaño que provocan los acontecimientos, la vergüenza ajena que
debería provocar se disipa y da paso a la tristeza y la añoranza.
Nada que hacer transmite el olor avinagrado de mostrador de nogal
con restos mezcla de vino barato y cerveza. Huele a polvo de talco entre los
pliegues carnosos de alguna puta que declina con la edad. Rememora
coches de carrocería dura, metálica y con aristas, coches de volantes
gigantescos. Hombres con bigote, con extrañas melenas apelmazadas y cazadoras
de cuero ajustadas en la cintura.
«Roca escuchó otra vez la rata roer el papel
de la pared. Eran
las siete de la tarde y por la ventana atrancada no entraba ni un rayo de
claridad. La oscuridad era casi total. Sólo el ascua de su cigarrillo trazaba
una curva desde su boca hasta el pecho y encendía, durante segundos, las
arrugas de su cara y su pelo blanco.»
Es
agradable terminar una novela y notar que nada chirría más allá de lo necesario
para contar una historia.