
La
matriarca de una familia campesina va muriendo en la cama mientras por la
ventana entra el sonido del claveteo y el cepillo dando forma a la madera para
convertirla en ataúd. Y la buena mujer no tiene otra ocurrencia que pedirle a
su marido que la lleven a enterrar junto a unos familiares a más de cien
kilómetros de distancia, que en el siglo XIX, por la lentitud de los
transportes, supone un serio y desesperante inconveniente sólo comparable hoy
día con un viaje en el “metro” de Sevilla.
Digo
que lo de la señora
Bundren, que así se apellida la protagonista de cuerpo
presente, es una ocurrencia porque la familia que deja en este mundo está
tocada por un gen que, cayendo en cascada, paraliza cualquier atisbo de sentido
común en los miembros de las dos generaciones familiares que se hacen
responsables del encargo. Es decir, sé que soy la única con un poquito de
sesera y les impongo a estos algo que dudosamente sabrán realizar. Después de
mi, la nada.
Dejando
aparte la ya conocida técnica del flujo de pensamiento, desde el principio,
inmoderación mental aparte, Faulkner se las arregla para humanizar a los
personajes, los acerca al lector que se ve obligado a tomar partido en la
aventura. Imposible elegir por eliminación; tal vez haya un favorito pero el
lector se lleva puesto el conjunto.
«Cuando era pequeño me enteré por
primera vez de cuánto mejor sabe el agua cuando ha pasado un buen rato en un
cubo de cedro. Fresquita, con un leve sabor parecido al olor del viento
caliente de julio en los cedros. Tiene que pasar seis horas por lo menos, y hay
que beberla con calabaza. El agua nunca se debe beber con nada de metal.
Y de noche todavía sabe mejor.
Entonces muchas veces me quedaba tumbado en el jergón, en el zaguán, esperando
hasta oír que todos se habían dormido para levantarme y volver al cubo. Estaba
oscuro, la quieta superficie del agua era un orificio redondo en la nada, donde
antes de agitarla y despertarla con el cacillo a veces veía una estrella o dos
en el cubo, y hasta puede que en el cacillo, antes de beber, una estrella o
dos. Después de eso crecí, me hice mayor.»
Con
este panorama Faulkner tiene campo abonado para montar un complejo diseño
narrativo en el que se combinan los pensamientos de los protagonistas con unos
hechos que lindarían con lo cómico si no lo impidieran firmemente la apariencia
y el fondo de la familia Brunden.
Así, alargándose el viaje más de lo previsible y de lo
deseable, el patetismo va ganando terreno y los personajes se muestran como
seres indefensos y perdidos, cohesionados como familia sólo por la costumbre y
el sufrimiento individual cuyo sumatorio, de manera increíble, se apelmaza como
un sufrimiento común.