Me
estaba costando encontrar esta novela. Hasta me puse en contacto con la
editorial, que no se mojó. Falta de presupuesto, editorial pequeña, y esas
cosas; no lo reprocho, que conste. Pero todo ocurre por algo y en este caso la
contrariedad estaba destinada a darme una de esas alegrías que no por ser
triviales dejan de ser grandes. En el anaquel de novedades de la biblioteca
pública que frecuento brillaba la banda roja de Periférica y… sí, era el libro
de Field. Sin comedimiento ni reparo me abalancé sobre él.
La
novela tiene como base argumental las memorias de un señor de setenta años
amante de los libros. Está narrada la historia en primera persona aunque con
una extraña estructura que tiene más relación con un compendio de artículos que
con un diario o una narración lineal.
Creo
que colgué un pío-pío o un instagram en el que calificaba esta novela como
lectura apacible. Suena un poco pastoril pero lo cierto es que leer a un autor
cuya escritura rezuma cultura y erudición en cada línea (sin pedantería ni
pretensión) siempre se agradece. Además el tono de la narración es pausado,
optimista y humorístico. De esos libros que da gusto leer palabra a palabra.
«Cada amante de los libros tiene su propia
forma de comprar, de manera que hay tantas formas de comprar como compradores.
Sin embargo, el juez Methuen y yo hemos llegado a la conclusión de que todos
los compradores se pueden clasificar en las siguientes divisiones genéricas:
–El comprador imprudente,
–el comprador inteligente,
–el comprador indeciso.
De estas tres clases, la tercera es la
que menos consideración nos merece…»
Por
supuesto hay que señalar la profunda raíz anglosajona de las referencias
culturales. Esto, en contadas ocasiones, hace que ciertos pasajes puedan alejarse
del lector que tenga otra cultura como referente. Aunque no es un problema ni
de lejos pues el anglosajón es el referente cultural verdaderamente universal desde
hace tiempo. Aún así se menciona a Cervantes entre Horacio y Shakespeare.
«EL juez Methuen y yo también
desapareceremos a su debido tiempo, pero nuestros cortesanos –aquellos que han
contribuido a nuestro deleite y solaz–, nuestro Horacio, nuestro Cervantes,
nuestro Shakespeare, y el resto de la innumerable comitiva, nunca morirán. E
inspirados y sustentados por esta inmortal compañía, recorremos el camino
alegremente…»
La
simple mención del autor del Quijote por parte del protagonista de Los amores de un bibliómano, deja ver
claramente que la novela de Cervantes debe de ser una maravilla, pues siempre la
han tenido en cuenta los intelectuales anglosajones, gente tan dada a ignorar
lo que no les es propio excepto cuando se trata de una genialidad, en cuyo caso
lo reverencian sin complejos. Teniendo en cuenta que la gran mayoría de los escritores
contemporáneos en lengua española no cuentan entre sus favoritos ni con
Cervantes, ni con García Márquez ni con Clarín, esto lo cuelo de rondón porque
tal vez deban tomar nota quienes se dedican a esto de la escritura y tal. A ver
si ayuda a mejorar la cosa.
No
continúo dándole vueltas a esta novela; me niego a seguir manoseándola.
Regodearse en calificar lo excelente como bueno es ensuciarlo y no tengo dotes
para exponer con acierto el calificativo que merece este libro. Sólo se me
ocurre decir que «me lo compro».