William Stoner es profesor universitario, como
podría haber sido mecánico o contable. Los padres del protagonista son unos pequeños
propietarios agrícolas que a duras penas pueden evitar las pérdidas; a pesar de
ello consiguen enviar a su hijo a la universidad, donde el joven Stoner pronto
da muestras de la forma en que va a regir su vida. Un extraño cambio de
estudios y la consecuente decepción de sus padres son el punto de partida de una
vida plenamente concentrada en el trabajo con accesos esporádicos a la vida
privada. Y todo ello siempre regido por una indolencia casi patológica, la
ausencia de iniciativa, el dejarse llevar. No tiene importancia, de verdad. No
importa. Incluso cuando consigue el disfrute real y sincero de la vida, lo
sacrifica para proseguir con lo cotidiano, con lo que debe ser. En fin, algo
exasperante. Pero cuando el lector adopta la impostura de juez, cuando se sube
a la poltrona para calificar el comportamiento de Stoner, se da cuenta de que
no puede reprocharle nada porque mirando alrededor las vidas que ve, empezando
por la suya propia, están edificadas sobre el poderoso cimiento de la renuncia,
que llaman seguridad.
Con independencia de la diferencia de caracteres y de hechos, lo que le ocurre al protagonista
es lo que ocurre en la vida de la mayoría: nada extraordinario.
El acto de tumbarse en un sofá o sentarse en
un sillón va acompañado de sensaciones: relajación, descanso, alguna idea que
se rumia antes de tomar una decisión o incluso un pensamiento que viene a la
mente traído por algún olor familiar. El posible espectador sólo ve a un señor
tumbado en postura más o menos indecorosa. La mayoría de la vida se vive hacia
adentro, es lo único que la hace interesante, lo demás es arrastrarse por la existencia. Vista
desde afuera la vida de los demás es muy aburrida. Se le ocurre al lector que tal
vez los deportes de riesgo no sean más que una droga para aumentar la sensación
de haber vivido. O puede que sean un complemento para aquellos que se sienten vivos.
Esto último sería un auténtico logro, admirable.
Williams cuenta la historia con una narración
lineal en la que abundan las elipsis. No deja posibilidad a la sorpresa, a la
intriga, como corresponde al trayecto vital del protagonista; algo parecido a hacer
kilómetros por una autopista bien asfaltada, cuya única tensión estriba en controlar
la velocidad del coche y vigilar la conducción de los demás vehículos.
Una vez llegado al punto y final
inevitablemente el lector recuerda las primeras frases de la novela. Es el momento más
duro. La reflexión es clara: el sentido de la vida es el que cada cual le dé,
después todo es polvo y olvido. Tan simple como abrumador.
Merece la pena mencionar la fluida traducción de Antonio Díez.